Antes, cuando la gente caía enferma se metía en la cama, y continuaba en ella hasta que se curaba, momento en que el enfermo se levantaba, pedía comer un huevo fresco y se marchaba a sus quehaceres. Otra salida posible era hacia el cementerio, si las cosas salían mal. Salvo en caso de epidemias o hambre, se pensaba que el estado natural de una persona era la salud, no la enfermedad. Hoy pensamos que el estado natural de una persona es la enfermedad, o al menos la preenfermedad. Eso resulta lógico si pensamos que nunca ha habido más médicos que ahora, y que los galenos nos examinan de continuo.

Hace años era una práctica profesional común despedir al paciente con la frase típica: “está usted como un roble”. Eso quería decir una despedida sin compromiso hasta la próxima visita, para la que podían faltar años. La frase ya apenas se escucha en las consultas. Incluso el hombre o mujer más saludable del mundo está preenfermo. Tiene que vigilar su colesterol. Los niveles de glóbulos están bien, pero conviene que se haga otra prueba dentro de unos meses. Ese grano probablemente no es nada, pero convendría estar seguros con una biopsia. Recuerde que a partir de los cincuenta años es conveniente hacerse una colonoscopia de vez en cuando. La próxima mamografía le toca en septiembre. A partir de los cuarenta tenemos que hacerle un electrocardiograma.

Lógicamente, ningún ser vivo puede salir sano de semejante escrutinio. Pero lo malo es que los médicos tienen razón: puede que vivamos muchos más años que nuestros bisabuelos, pero vivimos bastante más averiados. El complejo de enfermedades de la abundancia –cáncer, diabetes, problemas cardiovasculares, enfermedades autoinmunes– es una epidemia de la que casi nadie se libra. Los médicos insisten en que el estilo de vida –saludable o no– que llevamos determina si somos sanos o no. Hasta cierto punto es verdad. El problema es que hay muchas personas que llevan estilos de vida virtuosos que sufren todas esas enfermedades, y muchos crápulas que se escapan de ellas. La relación entre la salud que disfrutas y el estilo de vida que llevas es innegable, pero es estadística, y ni siquiera demasiado significativa. Tomando las cinco míticas raciones diarias de frutas y verduras, reducimos el riesgo de enfermar en un 40%. O en un 30%. O tal vez sea menos todavía.

Una iglesia que garantizara a sus fieles sólo un 35% de probabilidades de salvación después de una vida entera entregada a la virtud sería un fracaso. Y la genética es de gran ayuda para explicar el 65% restante de enfermedades, pero solo hasta cierto punto. Lo cierto es que hay un gran porcentaje de los achaques de nuestra civilizada cultura que no se pueden explicar por el estilo de vida ni por la lotería genética. La explicación está ahí fuera: es el factor ambiental. De la misma forma que los kiwis de Nueva Zelanda cayeron como moscas ante elementos de su medio ambiente para los que no estaban preparados –ratas y perros– parece ser que el cuerpo humano no sabe cómo lidiar con cientos y miles de moléculas deletéreas que nuestra civilizada cultura se ha encargado de diseminar en cantidades ingentes por nuestro medio ambiente, por ejemplo en las saludables verduras, que contienen dosis de pesticidas perfectamente legales pero igualmente preocupantes. O con determinadas radiaciones y vibraciones, o simplemente con el exceso de ruido.

La reivindicación del factor ambiental en la salud está solamente empezando. Ahora mismo la cantidad de información que recibimos en los medios de comunicación acerca del impacto de los estilos de vida saludables, la genética y el medio ambiente en nuestra salud debe tener una proporción aproximada de 10/7/1. Cada día salen a la luz nuevas informaciones sobre los elementos tóxicos de nuestro medio ambiente: el impacto de la contaminación atmosférica en las muertes prematuras, o de los desayunos basura en la diabetes infantil. Es lo que se ha llamado el Gran Experimento: someter a millones de personas a dosis seguras y legales de toda clase de compuestos extraños a nuestra naturaleza, desde los pesticidas de síntesis o el dióxido de nitrógeno al azúcar puro, a lo largo de muchos años, y ver lo que pasa. Es muy interesante, pero los conejillos de indias somos nosotros.