A mediados de la década de 1930, Junkers diseñó el gran primer avión movido por motores diésel, el Ju-86. Como avión de guerra no fue exitoso, pues le faltaba la agilidad que da a los aeroplanos el motor de gasolina y era visible a kilómetros la espesa nube de humo negro que producían los motores. Como avión de pasajeros funcionó mejor, resultaba economizador de combustible.

Fue otra empresa alemana, Volkswagen, la principal responsable de la proliferación de coches diésel en el viejo continente. De cara al comprador de automóviles, la principal justificación era la misma principal cualidad del Ju-86: la economía de combustible. Además, el gasóleo, que es un combustible más basto, resultaba más barato. Si se medían las emisiones de CO2, resultaban inferiores a las de los coches de gasolina, y cuando estas fueron objetivo de reducción por la legislación de la UE, los coches diésel dieron otro salto adelante (otro factor a su favor era el deseo de la industria europea del automóvil de frenar las importaciones de pequeños coches japoneses de gasolina).

El dinero, la legislación, la preocupación ambiental y el proteccionismo económico se sumaron para conducirnos directamente a lo que se llama actualmente la trampa diésel europea: muchos millones de coches con esta tecnología que atestan las carreteras y las calles de los países de la UE, y que se siguen vendiendo. El problema está en el llamado humo diésel, una mezcla de óxidos de nitrógeno y micropartículas que destruye más que ninguna otra cosa la calidad de la atmósfera de nuestras ciudades.

La industria del automóvil nos prometió año tras año que la tecnología diésel, mejorada sin cesar, reducía el peligro de este humo a niveles insignificantes, hasta que el caso Volkswagen demostró que eso no era verdad. Al mismo tiempo, todas las grandes ciudades europeas anunciaron medidas antidiésel, prohibiendo lisa y llanamente su circulación o encareciendo su factura de aparcamiento. Para más escarnio, el favorable tratamiento fiscal del diesel se está evaporando: una de las nuevas medidas que anunció el nuevo gobierno español fue subir el impuesto de matriculación a los vehículos más contaminantes, es decir a los diésel.

Las webs que leen los compradores de coches rebosan de comentarios sobre el gran tema: “¿Debería comprarme un diésel? La respuesta evidente es “no”. El diésel es la peor tecnología actualmente disponible para vehículos, seguida por la gasolina (en realidad, dentro de diez años, la venta de vehículos de combustión estará prohibida en toda Europa). Todo parece indicar que las ventas de coches diésel se están desplomando, como cabría esperar. Lo malo es que las grandes marcas, impertérritas, siguen ofreciéndolos.

Lo peor de la trampa diésel es que ahora mismo hay decenas de millones de coches con esta tecnología con difícil posibilidad de recambio por otra tecnología más limpia. Muchas personas hicieron una importante inversión en años pasados, pensando que compraban la mejor tecnología, y ahora se encuentran con que tienen entre manos un vehículo obsoleto y muy contaminante, prohibido en cada vez más ciudades y sujeto a una serie de impuestos y exacciones cada vez más onerosas. Seguro que alguien está pensando en demandar a los que le vendieron semejante mirlo blanco.