La alcaldesa de París, Anne Hidalgo, está firmemente decidida a convertir las autopistas urbanas de las riberas del Sena –que tanto sorprenden a los turistas por su contraste con las bucólicas orillas del río en el centro de la ciudad– en rutas peatonales. Es parte de un proceso general de “evaporación del tráfico” en París, que parece ser que ha conseguido una reducción del tráfico y la contaminación de un tercio en unos pocos años.

Todas las grandes ciudades europeas están metidas en el mismo proceso, variando los mecanismos (tasa de congestión, programa de peatonalización, pacificación del tráfico, etc.) pero con un mismo objetivo: erradicar el tráfico privado en las ciudades, al menos en su núcleo central. El método es hacer la vida imposible al conductor urbano, molestarlo incesantemente con prohibiciones, tasas, límites de velocidad, zonas reguladas, semáforos vigilantes, etc.

Casi todo el mundo se alegra de que les paren los pies a los ostentosos todo-terrenos pilotados por directivos/as de corbata o traje de chaqueta, a todos les gusta ver a los ricos morder el polvo. Pero hay otro sector de conductores, mucho más numeroso, que va a ser afectado directamente por la “evaporación del tráfico”. Se trata de los conductores con poco dinero. Los ricos pueden comprarse un coche de bajas emisiones o incluso eléctrico cuando quieran, y así saltarse las restricciones al tráfico de vehículos contaminantes. O pueden coger taxis cuando les dé la gana.

Pero los conductores de clase media puede que estén manejando un vehículo de once años de antigüedad, diesel, que ya está condenado para la ciudad. En París se prohibirá el acceso de los diesel en breve, y en todas partes pasará más o menos lo mismo. Si no tienes dinero para comprarte un coche nuevo menos sucio, te quedas sin transporte privado. Algo parecido ocurre con las múltiples prohibiciones y exacciones que sufren los conductores: a la gente con menos dinero les afectan mucho más dolorosamente que a los ricos.

El coche de la clase media se lleva aproximadamente un tercio del presupuesto familiar. En no pocos casos, roza la mitad. Es un dineral en cuotas, gasolina, reparaciones, ITV, aparcamientos, multas, impuestos, etc. Pero pocas familias se deshacen de él, por su carácter de gran símbolo de estatus de su clase: ¿cómo vas a ir a una reunión familiar sin coche? Lo curioso es que racionalmente un gran porcentaje de familias podrían vivir muy cómodamente sin coche en propiedad. Pero la costumbre y la sociedad obligan a ese oneroso gasto.

Naturalmente, que después de dejarse ese dineral en el coche le prohíban acceder al centro con su vehículo provocaría la ira de cualquiera. No va a ser fácil convencer al conductor humilde de lo bien que se mueve uno por la ciudad a pie, en bici o en transporte público. La clase baja sin coche, mientras tanto, también querría una ciudad con un transporte público de calidad, sin el cual todas las iniciativas de evaporación del tráfico serán cantos de sirena. Lo de las bicis y caminar es ya para excéntricos, repartidos entre todas las clases sociales.

Jesús Alonso Millán