Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde el trabajo pionero de Miguel del Reguero, Ecología y consumo (1990) y de la exposición Consumo responsable en un planeta vivo (1992). Casi 30 años después, ¿cómo está el consumo responsable, ecológico o sostenible?, ¿es cosa de unos pocos eco-progres o algo que hace corrientemente la mayoría de la población?, ¿qué posibilidades tenemos de consumir sin consumir el planeta?

Si se pudiera resumir la situación en una frase, se podría decir que las posibilidades del consumo sostenible han crecido exponencialmente, pero que las realidades que lo frenan no se han quedado muy atrás. Sin olvidar el consumo sostenible “obligatorio” que se ha construido en estas décadas, por ejemplo la prohibición del uso de plomo en las gasolinas a partir de 2001 y de las lámparas incandescentes a partir de 2016.

Desde el punto de vista de las empresas, el consumo sostenible es cada vez más visto como una oportunidad, pero también demasiadas veces como un engorro. Hay un potente sector de empresas que venden productos verdes, desde alimentos procedentes de la agricultura ecológica a economizadores de energía eléctrica. Pero las empresas grandes por lo general se limitan a crear una sección “eco” en su catálogo, por lo general menos del 1% de las ventas, y esperar a ver si funciona o no. Dos ejemplos son los departamentos de venta de ecoproductos de grandes cadenas de distribución de alimentos y los modelos eléctricos que los grandes fabricantes de coches incluyen en sus catálogos.

Las administraciones, como es su obligación, están a favor del consumo sostenible y hacen las correspondientes campañas de difusión de las bondades de los productos verdes o incluso subvencionan directamente su compra, como es el caso del último Movalt (programa de ayudas para la adquisición de vehículos de energías alternativas), además de su labor de empujar la masa del consumo y la producción hacia terrenos más sostenibles, mediante la transcripción de las directivas europeas correspondientes. El problema es que los recursos que las administraciones pueden dedicar a popularizar el consumo sostenible son mucho menores que los recursos que dedican las empresas a publicidad y promoción en general. Un ejemplo clásico es la publicidad de comida rápida, mil veces más potente que la dedicada a la alimentación saludable.

Además, la actuación de las administraciones “hacia la sostenibilidad” puede verse frenada por intereses empresariales, como se ha visto en el “impuesto al sol” que ha parado en seco el autoconsumo de electricidad a base de paneles fotovoltaicos o en la etiqueta energética de automóviles, que es prácticamente virtual y voluntaria y por lo tanto invisible para los compradores.

La cultura del consumo sostenible necesita tiempo para su arraigo en la sociedad. Las etiquetas energéticas de electrodomésticos llevaron una existencia mortecina desde su creación en 1992 hasta 2008 aproximadamente. Fue a partir de esa fecha que los compradores y los vendedores comenzaron a tenerlas muy en cuenta, además de por su creciente familiaridad, por su potencial para reducir el recibo de la luz. Influyó en este caso la crisis financiera de 2008-2018, que obligó a los consumidores a recortar gastos. Lo que a su vez provocó el aumento de situaciones de pobreza energética.

En términos generales, el muestrario de bienes y servicios que tiene delante el consumidor ha mejorado sus prestaciones y se acerca más a la sostenibilidad. Esto es especialmente cierto en materia de energía: las casas, vehículos y aparatos tienen estándares de eficiencia paulatinamente mejorados, gracias a normativas como las sucesivas clases Euro para los automóviles o el Código Técnico de la Edificación. En parte ocurre algo parecido con el consumo de agua, gracias a elementos de fontanería economizadora que ya son comunes en las instalaciones sanitarias.

Muy distinta es la situación en la alimentación. En este caso los últimos 30 años han visto como los ultraprocesados han pasado de una pequeño porcentaje de la dieta a dominar casi por completo la mesa del desayuno y la mitad de la cena. En paralelo crece el desperdicio alimentario y la generación de residuos de envases de alimentos. La dieta mediterránea pierde a medida que el fast food se populariza. No obstante, al mismo tiempo las ventas de alimentos procedentes de la agricultura ecológica o con marchamos de calidad local no paran de crecer.

Una manera de medir objetivamente si el consumo sostenible funciona o no sería medir la huella ecológica de las familias. Parece ser que el paulatino crecimiento de la misma a partir de la década de 1970 se frenó con la llegada de la crisis, a mediados de la década de 2000, y que ahora se empieza a recuperar. Un ejemplo es la venta de automóviles, que se redujo a la mitad en los años de la crisis (retrocedió a niveles de 1970) y que ahora está recuperando su nivel habitual de más un millón de ventas anuales. No solamente se venden muchos más coches, sino que son más grandes y pesados, y por ende contaminantes: el tipo de coche más vendido es el SUV.

Mientras estos cambios a gran escala evolucionan, todo un sector de la economía está creciendo de manera poco visible, pero importante. Se trata del consumo colaborativo y su matriz la economía compartida, en que los particulares usan las posibilidades de la tecnología de comunicaciones para actuar a la vez como compradores y vendedores, en redes de trueque que pueden llegar a incluir incluso monedas locales. Los grupos de consumo pueden conectar directamente los consumidores con los productores de alimentos, y un grupo de personas pueden ser copropietarios de un aerogenerador y compartir la energía verde que produce. Esta economía colaborativa o compartida tiene también su lado oscuro, cuando se convierte en una  forma sofisticada de autoexplotación.

Es importante el regreso de antiguas fórmulas de consumo, asociadas a una economía en la que no se tiraba nada y todo se aprovechaba hasta el límite. La economía circular parece que quiere circular por ese camino, desde circunstancias sociales muy distintas, y con posibilidades tecnológicas inimaginables años atrás. Pero al final se trata de una economía del sentido común: es mejor reutilizar un envase que romperlo y fabricar uno nuevo. Es la propuesta del sistema de devolución y retorno regulado, el antiguo “devolver el casco”. En realidad todo el consumo sostenible se basa en recuperar una cultura de trato cuidadoso de los recursos, dejando atrás la cultura del usar y tirar propia de las últimas décadas.

Jesús Alonso Millán