Angustio Vidal, de Arturo Rojas de la Cámara, fue un personaje de cómic que encarnaba al moderno preocupado por infinidad de cosas, siempre con una actitud, en general, pesimista. Su versión actual podría ser la de Pepe Ecoangustias, ese alternativo abrumado por un planeta que se va al garete por culpa de la gran crisis climática y en el que nadie hace nada. La impotencia produce ansiedad.

El eco-angustiado puede reaccionar a esta situación mental ejerciendo una vida “eco” a rajatabla, vegana, a granel, bicicletera, Zero Waste, etc. Pero una vida así puede no ser fácil de llevar, lo que puede provocar cierta ansiedad de no estar a la altura. Por otro lado, la ancha distancia entre la vida virtuosa del ecoangustias y la vida crápula y contaminante de la humanidad que lo rodea puede crear a su vez una desazón y un sentimiento de injusticia incómodo.

Lo cierto es que la eco-ansiedad gana terreno. Ya está en los catálogos de las clínicas de salud mental. Puede provocar síntomas físicos (taquicardias, dificultad para respirar, etc.) Es una especie de ataque de pánico planetario.

Preocuparse está bien, pero angustiarse no sirve de nada, solo nos estropea la vida. Así que vamos a autorrecetarnos una buena dosis de eco-optimismo.

Para empezar, no es verdad eso de que nadie hace nada. Ahí van algunas señales positivas de las últimas semanas: la Ley de Cambio Climático (el jueves se ha aprobado en el Congreso, hoy está en el Senado para su aprobación final), el impulso europeo al ferrocarril, el cambio de rumbo de IKEA,  la nueva etiqueta de la DGT, la peatonalización de la calle Boltaña (Madrid), el crecimiento de la electricidad de origen renovable, el auge del veganismo en China, las ayudas (hasta 7.000 euros) al coche eléctrico, la Revuelta Escolar, la eliminación de las anillas de plástico y la erradicación progresiva de las bolsas de plástico, el “derecho a reparar”, etc. Parece que la Administración hace cosas, las empresas también, y los ciudadanos (solos o acompañados) también podemos hacer mucho.

Lo que no deberíamos hacer es ponernos solemnes con esto de la sostenibilidad. La vida sostenible no debe ser un camino de renuncias y sacrificio, sino todo lo contrario. Hay que disfrutarla. Hay un truco para saber si algo es o no sostenible: si no mejora nuestra vida y la de los que nos rodean, no lo es. Si añade más dificultades a una vida que ya de por sí puede ser dificultosa, no es sostenible.

Hay muchos ejemplos de estas actividades placentero-sostenibles: cocinar y caminar son dos de las principales, porque cambiar la manera en que comemos y nos movemos lo cambia todo. Así como comprar alimentos frescos y locales, tunear la ropa, ampliar el menú de transporte cuando es de plato único a base de coche, eliminar la compra de artículos desechables, reciclar (directamente o simplemente separando correcta y pulcramente los residuos en casa), cuidar las plantas, practicar el ecobricolaje, etc.

Ahora llega la gran objeción: el acelerado ritmo de la vida moderna, que no nos deja tiempo para nada y, por lo tanto, nos obliga a movernos en coche, a alimentarnos de platos preparados, a usar el lavavajillas y el aspirador y a comprar artículos de usar y tirar. “Ya quisiera yo llevar un estilo de vida sostenible, pero el acelerado ritmo de la vida moderna no me deja” –se oye por ahí.

Hay muchos casos de agobio cotidiano, pero también hay muchas personas que creen erróneamente que llevan la vida acelerada de un tiburón de Wall Street cuando en realidad su existencia es bastante menos intensa. No hay más que pensar un rato y seguro que sacamos tiempo suficiente para disfrutar de una vida sostenible. ¡Todos tenemos el mismo tiempo!

Jesús Alonso Millán

Fotografía: Jackson Simmer en Unsplash