El caso de las bolsas de plástico fue premonitorio. Hace algunos años, fueron declaradas peligro público número uno, y la maquinaria se puso en marcha. Una gran cadena de tiendas de comida lanzó una campaña bastante bizarra, “bolsa caca”, los ayuntamientos  y las comunidades autónomas publicaron normas, el estado legisló, la UE organizó directivas, etc.

Resultado: en vez de recibir sobre nuestra compra un puñado de bolsas de plástico completamente gratis, ahora hay que pedirlas y lo que es peor, pagarlas. Es verdad que son unos céntimos por unidad, pero el daño ya está hecho. En pocos años, la producción de bolsas de plástico desechables se redujo a la mitad, con gran contento de los servicios de recogida de basuras.

Llámalo tasa, impuesto o multa, pero esta tendencia a gravar con dinero gestos aparentemente inocentes pero que molestan a nuestro planeta (y a nuestros vecinos) solo acaba de empezar. Veamos algunos ejemplos, algunos ya funcionando desde hace tiempo, otros a punto de ser implantados y otros en potencia.

1. Pagar por producir demasiada basura, o por no colocarla donde debemos

Ya pagamos una tasa de basuras que cubre los costes de recoger y tratar nuestros desechos, pero solo tiene en cuenta el tamaño de la vivienda (se calcula como un porcentaje del IBI, Impuesto de Bienes Inmuebles). Pagan lo mismo los ciudadanos cívicos que evitan la compra de objetos desechables y los incívicos que producen toneladas de basura mezclada y que no usan los contenedores amarillos, verdes y azules.

No es fácil evaluar la cantidad real de residuos que produce cada vecino, aunque se han hecho algunos experimentos. Cuando se consiga poner en marcha un sistema práctico, pagaremos por los residuos que realmente generemos. También hay varias iniciativas para investigar residuos fuera de lugar, detectar al culpable y ponerle una multa. La basura es como una huella digital infalible.

2. Pagar por ocupar el espacio urbano (es decir, aparcar).

Eso ya se hace, pero todo indica que la cosa se va a endurecer: costará más dinero, especialmente en áreas centrales de la ciudad. Pagar por aparcar en zonas periféricas es más peliagudo, mucha gente lo ve como antinatural.

3. Pagar por dar un paseo por la ciudad en coche

Si se generaliza el ejemplo de Londres y su “Tasa de congestión”, podemos olvidarnos de dar paseos gratis en coche por la ciudad (mucha gente lo hace: incluso hay algunos que se van de copas en coche). Nos clavarán una tasa de decenas de euros en cuanto entremos en el recinto urbano acotado por la Tasa.

4. Pagar (más) por las delicatessen lejanas

Si prospera la idea de adherir una etiqueta de CO2 a la comida, ya podemos prepararnos para el correspondiente impuesto. Se ha sugerido  añadir a las habituales etiquetas nutricionales otra que nos informe de la emisión de CO2 que supone la fabricación y puesta a la venta del producto. Por ejemplo, la fruta traída desde la otra punta del mundo en avión tendría un lastre de CO2 realmente pesado.

5. Pagar por el abuso del agua

Ya pagamos más cuanta más agua consumimos, en general, pero eso se va a afinar mucho gracias a contadores inteligentes y nuevos baremos de consumo razonable, fundamentales en un mundo que se enfrenta a una grave escasez de agua como subproducto del cambio climático.

6. Pagar por disfrutar de un cochazo contaminante

Los coches más contaminantes pagan más impuesto de matriculación (los que producen menos de 120 gramos por kilómetro no lo pagan, y los demás pagan según una escala proporcional al CO2 que emiten). Pero eso es solo el principio. Es técnicamente posible incluir cosas más peligrosas que el CO2 en el impuesto, como la emisión de óxidos de nitrógeno y partículas, y esa parece ser la tendencia. Los diesel serán los primeros en caer.

7. Pagar por las paredes de papel de nuestro piso

Como es sabido, la mayoría del parque inmobiliario español se construyó rápido y en no muy buenas condiciones térmicas, es decir, con un aislamiento lamentable. Esos millones de edificios tendrían derecho como mucho a una letra “G” en la etiqueta energética del edificio, bien lejos de la “A” que indica máxima calidad. Se ha propuesto gravar con impuestos estos edificios, pero otra opción que ya funciona, más realista, es rebajar el IBI de los edificios con buena calificación.

8. Pagar por tirar aceite usado por el sumidero

Esta tasa sería difícil de calcular, pero no imposible. Gravaría aquellos hogares que se entretienen en echar toda clase de sustancias deletéreas por el sumidero, como aceites, disolventes, medicinas y residuos diversos, convirtiendo la tarea de limpieza de las depuradoras en una pesadilla.

9. Pagar por poner el televisor a todo trapo

¿Quién no querría ver al molesto vecino del 2º izda pagar una abultada suma en concepto de impuesto volumétrico de ruido? Si pagamos por ocupar o ensuciar el espacio común, se debería pensar en un impuesto al estruendo. Claro que, teniendo en cuenta que el 80% del ruido urbano procede del tráfico, ¿quién lo pagaría?

10. Pagar por la energía del sol

Dejamos para el final el impuesto más extraño de todos y este, por desgracia, es muy real. Si los nueve anteriores tienen un objetivo más o menos ecológico y sostenible, éste, el famoso “impuesto al sol” tiene el objetivo contrario: aniquilar el autoconsumo de energía solar fotovoltaica. En los años que lleva en vigor, primero como amenaza y luego como decreto, ha conseguido ahogar en la cuna el prometedor despegue de la producción autónoma y descentralizada de energía limpia. Ya veis si son importantes los impuestos.