Material: una mesa y toda la comida que vamos a consumir en una semana. Los alimentos se deben colocar más o menos organizados por tipos: empaquetados, frescos, verduras, latas, pan y patatas, etc. El resultado final es el paisaje de nuestra alimentación, que varía de familia en familia pero –curiosamente– menos de país en país. Un examen rápido de unas cuantas mesas semanales de países boyantes (el primer mundo, los países ricos) mostrará una pauta bastante similar.

A fondo, una especie de muralla de cartón de colores, formada por los cereales de desayuno y las cajas de puré instantáneo, sopas preparadas, y cartones de leche y zumos. Delante, unas cuantas latas de conservas y botellas de plástico de refrescos y agua. Bandejas de corcho blanco con carne y pescado. Un pequeño montículo de patatas, bolsas de macarrones y spaguettis. Un apartado selvático a base de lechugas, zanahorias, coles. Toques de color de frutas y verduras. Y así sucesivamente.

El aspecto de esta mesa semanal cambia paulatinamente desde hace décadas, aunque el gran cambio se dio (en España) hacia 1965. Antes de ese año, el paisaje de nuestra comida estaba dominado por un montoncillo de barras de pan, saquitos de arroz y legumbres secas. No había tanta exposición de frutas, aunque sí bastantes verduras frescas. El aspecto general resultaba muy “orgánico”, con pocos alimentos empaquetados (algunas latas de sardinas y tomate), y ausencia absoluta de botellones de plástico y de tetrabricks. Esta mesa correspondía con una dieta más espartana que la actual, con cosas buenas –menos aditivos, grasas y azúcar– y no tan buenas –eran frecuentes deficiencias de vitaminas.

En la actualidad, las mesas semanales se mueven entre dos extremos: las mesas “marrones” y las mesas “de colores”. Las mesas marrones fueron detectadas por el  famoso chef Jamie Oliver en una visita a Estados Unidos, pero se pueden encontrar en cualquier país. El color predominante es el marrón de la comida lista para comer frita u horneada (empanadas, hamburguesas, pizzas) seguido por los tonos variopintos de las grandes cajas de cartón de cereales azucarados y botellas de dos litros de refrescos de cola. Esta mesa, que pone los pelos como escarpias a los nutricionista, revela una alimentación abundante en grasas industriales, rebosante de azúcar, repleta de aditivos y de alimentos adictivos, esos que vienen dentro de bolsas y paquetes en forma de galletitas y snacks y que no podemos dejar de comer. Se supone que las mesas semanales de todo el mundo (al menos de la gente urbana) están avanzando a gran velocidad hacia la mesa marrón.

En el extremo opuesto está la mesa multicolor. Contiene una elevada proporción de vegetales frescos de colores vivos, muchas legumbres secas, pocas conservas o cajas de cartón y pocos alimentos preparados en general. Esta mesa de colores o mesa “cruda” requiere más trabajo en la cocina y contiene muchos menos aditivos, grasas industriales y azúcar que la mesa marrón. Podría ser la mesa de la cocina mediterránea, actualmente en serio peligro por el avance de la mesa marrón.

Las razones por las que se pasa de una mesa de colores a una mesa marrón son muchas: la comida industrialista parece más barata (no lo es en realidad), los alimentos preparados ahorran tiempo (nos han convencido de que vivimos en un frenético ritmo de vida que no nos deja tiempo para nada), y, sencillamente, es literalmente adictiva, sabrosa, untuosa, crujiente, salada, dulce, etc.

Esta deriva alimentaria preocupa, y mucho. Diversas estrategias, oficiales y privadas, luchan por una alimentación mejor, más próxima a la mesa de colores que a la mesa marrón. La gran industria alimentaria es un actor principal en esta batalla, pero su papel es contradictorio. El caso de Pepsi muestra como una gran empresa puede querer cambiar su oferta de productos alimentarios a otra más saludable y sostenible, pero que la búsqueda de beneficios rápidos para accionistas voraces puede dejar en nada estas bienintencionadas iniciativas.