Fotografía: Portuguese Gravity en Unsplash

Los expertos post-covid abundan tanto que en cualquier momento pueden provocar una avalancha peor que la de una manada de búfalos. Dentro de ellos, la subespecie ecológica es fácil de identificar. Suelen poner los ojos en blanco mientras detallan las ventajas de un mundo sin consumismo, sin coches, sin ruido, sin contaminación, etc.

En Venecia, Praga y Barcelona, ahora mismo vacías, se sueña con seguir escuchando el canto de los pájaros y seguir viendo cómo crece la hierba entre las piedras del pavimento. Lo sueñan algunos, porque, por ejemplo, en Praga los nueve millones de visitantes anuales dejan un montón de dinero en la ciudad o al menos en parte de ella. Solo el 17% de estos visitantes son checos, y esta proporción de visitantes extranjeros y nacionales es habitual en los grandes destinos turísticos.

Praga es especialmente agobiante porque su casco histórico es una bonita escultura vacía, sin habitantes ni fruterías, solamente unos pocos bares de turistas y algunas tiendas de souvenirs. La riada de visitantes circula entre la Plaza del Reloj y el Puente de Carlos y no sabe nada del resto de la ciudad. El Ayuntamiento de Praga desea esponjar la masa de visitantes para que se reparta por toda la ciudad, lo que requerirá incrementar y tal vez modificar su lista de atractivos turísticos.

Hay que tener en cuenta que el impacto del turismo es ultradenso en espacios y tiempos muy limitados. Por ejemplo, en España, la gran mayoría de sus 84 millones de visitantes deambularon a menos de dos kilómetros de distancia de la orilla del mar Mediterráneo y a menos de 300 metros de distancia de la estatua de Felipe III en la Plaza Mayor de Madrid. Y estos millones de visitantes, en su mayoría, visitaron España en junio, julio y agosto.

Es fácil hablar despectivamente de riadas y manadas de turistas aplastando los antaño idílicos cascos antiguos de las ciudades, pero hay mucho de mito en esto. Los centros históricos de muchas ciudades europeas estaban más descangallados hace un cuarto de siglo que ahora. El turismo ha contribuido mucho a revitalizar barrios enteros que se iban al garete. Y los vuelos baratos han tenido mucho que ver con esto. Hasta ahora.

En una decisión histórica, el Gobierno austríaco ha decidido prohibir de facto el low cost, estableciendo un contradiós para la sociedad de consumo: un precio mínimo de 40 euros para los billetes de avión. Para rematar, otro anatema: un impuesto de 30 euros por pasajero para los trayectos aéreos de menos de 350 km, con idea de propiciar que estos viajes se hagan en autobús o en tren, con una huella ecológica menor. El impuesto anterior era progresivo con la distancia: más recorrido, más dinero a pagar. Ahora es al revés.

Este precedente legal austríaco abre grandes oportunidades a las ciudades. Se podría plantear un precio mínimo para el aparcamiento, por ejemplo, aumentando las bajas tarifas actuales. La pandemia ha puesto de relieve que una gran extensión del valioso espacio urbano, que se podría usar para descongestionar locales de ocio y reducir así el riesgo de contagios, está ocupado por los coches de vecinos residentes, que pagan una cantidad muy pequeña (unos 25 euros al año en Madrid y unos 50 en Barcelona) por aproximadamente 12 metros cuadrados. También se podría gravar a los que usan el coche para trayectos inferiores a un kilómetro, aunque en este caso sería difícil de aplicar el impuesto.

La ministra de medio ambiente de Austria, Leonore Gewessler, argumenta que hay que luchar “contra las aerolíneas baratas que obtienen ganancias a expensas de nuestro medio ambiente”. El primer ejecutivo de Lufthansa considera “irresponsable desde el punto de vista económico, ecológico y político” vender vuelos a diez euros. Claro que el director de la compañía low cost Wizz Air (que oferta ahora mismo vuelos Madrid–Viena por 18 euros) argumenta que, ya puestos, se prohíba la clase business en los aviones, por su elevada huella de carbono por pasajero.

Resentimientos sociales aparte, la lucha con los productos baratos “que obtienen ganancias a expensas de nuestro ambiente” puede llegar lejos. No hay más que pensar, además de los viajes en avión ultra-baratos, en la carne a 3 euros el kilo, producida en penosas condiciones, o en la ropa mega-barata que acaba muy pronto en la basura. Son productos de mala calidad y con un gran impacto negativo sobre el medio ambiente. Subir los precios y la calidad y reducir el impacto ambiental parece lógico, pero, ¿qué hacemos, si cada vez más gente gana micro-sueldos… completamente insostenibles?

 

Jesús Alonso Millán