La EFSA (European Food Safety Authority, Agencia Europea de Seguridad Alimentaria) es una respetable institución, la máxima autoridad en materia de seguridad de la comida de la Unión Europea. Día tras día examina y escanea detalladamente nuestro paisaje alimentario buscando fallos y huecos por donde pueda entrar el veneno y la enfermedad en nuestro plato.

Recientemente está poniendo el acento en el excesivo consumo de azúcar, sal, y determinados tipos de grasas. Sus recomendaciones pueden dar origen a nuevas leyes e impuestos. El azúcar, por ejemplo, que parece ser ahora el verdadero villano de la alimentación (y no el tocino ni el bacon) está a punto de ser gravado con impuestos especiales en muchos países.

Otro campo de actuación de la EFSA y sus homólogas nacionales (en España AECOSAN, Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición) es examinar muestras de comida para saber si se supera el límite de concentración de ciertas sustancias peligrosas (pesticidas, medicinas, compuestos químicos diversos). Este límite se suele llamar Ingesta Diaria Aceptable (IDA) y se calcula sometiendo a desdichados animales a dosis primero masivas y luego decrecientes de compuestos peligrosos y luego reduciendo la dosis paulatinamente hasta que el animal deja de tener síntomas de envenenamiento.

Esa dosis, expresada por ejemplo en miligramos de sustancia por kilo de peso corporal,  se divide por cien y el resultado es la IDA para humanos. Se supone que podríamos tomar toneladas de cualquier alimento con esta proporción “segura” de compuesto peligroso sin que nos pase nada. No deja de ser extraño eso de que muchos de los alimentos que comemos tengan componentes tóxicos, aunque sea en dosis “seguras”. Una mosca en la sopa sigue siendo un incordio, aunque sea una mosca muy pequeña.

Un reciente informe de la EFSA nos ilustra sobre estas cuestiones. “Chemicals in food”,  “Sustancias químicas en alimentos” condensa en pocas páginas mucho tiempo de trabajo de muchas personas, más un millón de análisis de muestras. Los resultados, en general, son alentadores. Por ejemplo, el 97,1 % de las muestras analizadas tenían un contenido en pesticidas dentro de los límites legales, solo tenemos un 2,9 % de alimentos contaminados peligrosamente por pesticidas. Más inquietante resulta que un 43,4 % de las muestras contenían pesticidas, pero en las dosis permitidas. Esta cifra baja a 12,4 % en los productos de agricultura ecológica, un buen argumento a su favor.

Los porcentajes de animales contaminados por encima de la ley con residuos de drogas veterinarias parecen ser más bajos, menores del 1%. En este caso se trata de sustancias muy variadas (hormonas y clenbuterol para engordar más rápidamente el ganado, antibióticos, residuos de metales pesados y de toxinas, etc.). Muchos de estos compuestos están prohibidos para su uso en animales. Resulta inquietante que solamente la caza salvaje tenga elevados porcentajes (más del 5%) de contaminación con metales pesados, PCBs y dioxinas, compuestos tóxicos muy dispersos en nuestro medio ambiente.

Y llegamos a la acrilamida, sustancia acusada de cancerígena, que se puede originar tanto en una fábrica de alimentos procesados como en nuestra cocina, en una sartén o una tostadora. La acrilamida es un subproducto de someter compuestos farináceos a altas temperaturas. Recomendación general: tuesta hasta el color amarillo, nunca marrón. Y los productos a evitar o a comer con moderación son todos aquellos snacks crujientes que nos gustan tanto, como las patatas fritas, así como las galletitas “cracker” y lo peor de todo: ¡el café instantáneo!

Y por fin llegamos al asunto que motiva el titular de este artículo. Todo el mundo conoce el aceite de palma, que en los últimos años ha pasado a formar parte de muchos alimentos procesados que consumimos cotidianamente. El aceite de palma es un caso célebre para el ecologismo internacional, pues su obtención a base de deforestar enormes extensiones de selva en Indonesia y otros países, hábitat de orangutanes y otra fauna en peligro, ha creado cierto revuelo internacional.

Pero hay más. El aceite de palma es una especie de panacea universal para la industria alimentaria, porque aporta una agradable untuosidad a cualquier cosa comestible a la que se añada. El problema es que hay que desodorizarlo antes, para que no mezcle su fuerte aroma con el producto de base. Al someterlo a altas temperaturas para refinarlo y quitarle su olor natural, se forman ésteres de glicidilo (GE en inglés), reconocidos tóxicos y cancerígenos. Lo malo es que si queremos evitar ingerir GE no lo tenemos fácil: abunda en toda clase de galletas y productos de pastelería y bollería industrial.

Visto lo visto, ¿qué podemos hacer? Entre las dos opciones radicales de no comer nada que no proceda de mi huerto (que seguramente estará contaminado con metales pesados y dioxinas, como lo están las perdices en el campo) y lo que no mata engorda hay muchas posibilidades. En general, evitar la galletería y snackería industrial es una buena idea, así como consumir, si se puede, productos de agricultura ecológica. Y sobre todo, coger la costumbre de ir al mercado, hacer la compra y cocinar.