La ley sobre el CO2 y la protección del clima (en realidad una revisión de la ya existente, con objetivos más ambiciosos) ha sido rechazada en referéndum por los votantes suizos, es verdad que por un porcentaje mínimo, 51%. El caso es que todos los partidos políticos de la Confederación Helvética, salvo la extrema derecha, habían recomendado el “sí” a la consulta. Suiza es un país extremadamente ecoavanzado y moderno, pero la ley ha tocado una fibra sensible que existe en todos los ciudadanos del mundo.

Es una cuestión de dinero, pero no solamente se trata de dinero. La oficina federal de medio ambiente calcula en 97 francos suizos (menos de 90 euros) el coste suplementario anual para una familia de cuatro miembros del nuevo impuesto al CO2. No parece mucho en un país con una renta media por habitante de más de 80.000 dólares (67.000 euros).

Los argumentos de los contrarios a la ley, además de criticar la subida del precio del uso del coche, la calefacción y los viajes en avión, dejan caer una cierta irritación ante la idea de imponer un estilo de vida más sostenible mediante una batería de leyes, reglamentos y nuevos impuestos, por muy bienintencionados que sean.

En muchos países, está creciendo una soterrada hostilidad ante la “lucha contra el cambio climático” llevada a base de luchar contra el CO2 mediante medidas fiscales y de tipo económico. Estas medidas, desde el punto de vista de muchos ciudadanos, se traducen simplemente en una “demonización del diésel”, una “lucha contra el coche”, una futura prohibición del chuletón, que las botellas de plástico seán más caras, que las pajitas estén prohibidas, en que no podremos entrar en la ciudad en coche o en que van a prohibir los viajes en avión.

La percepción ciudadana debería ser muy diferente: que la sostenibilidad es una especie de estupendo electrodoméstico, capaz de hacer nuestra vida mucho mejor. No hizo falta ninguna campaña gubernamental para colocar una lavadora y un frigorífico en cada casa: sus ventajas saltaron inmediatamente a la vista. Todo el mundo hizo una cuenta mental de lo que le costaban estos dos aparatos y del partido que se les podía sacar en mejora de la alimentación y ahorro de tiempo y esfuerzo en el lavado de ropa.

¿Dónde están las ventajas de la vida sostenible baja en carbono? La verdad es que hay unas cuantas. En Orcasitas (Madrid) una iniciativa de mejora del aislamiento térmico está convirtiendo fachadas rojas (cuando apuntas una cámara térmica a una fachada mal aislada aparece de color rojo vivo, por la energía que se escapa) en fachadas azules, que ahorran un dineral en calefacción. Los vecinos no hablan de “demonización de las paredes delgadas poco aislantes”, simplemente están encantados de ahorrar más de la mitad de los pagos en calefacción. Sale a cuenta aislar la casa, además de contar con ayudas muy necesarias.

Cada vez más personas, y no precisamente ecologistas, veganos y bicicleteros, están descubriendo la eficacia del autoconsumo eléctrico, del coche compartido, del flexitarianismo, de usar la bicicleta o caminar para ir a trabajar. Las ciudades son cada vez menos peligrosas para la salud, gracias a la limitación de actividades contaminantes. La probabilidad de morir atropellado en la calle se ha reducido drásticamente gracias a la medida de limitar la velocidad máxima a 30 km/h.

Una vida sostenible no es, como se caricaturiza ahora, una vida miserable en la que cambiaremos el coche por la alpargata y el chuletón por una ensalada con tropezones de insectos. Es todo lo contrario, una vida más agradable de la que tenemos ahora. Claro que antes hay algunas cuestiones urgentes que resolver, como arreglar el gran y caro lío del recibo de la luz y echar una mano a los atrapados con un coche diésel antiguo, que necesitan para trabajar y que no pueden cambiar así como así por un eléctrico.

Jesús Alonso Millán

Fotografía: ev en Unsplash

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