Hay 150 millones de kilómetros cuadrados de superficie emergida en nuestro planeta, de manera que tocamos aproximadamente a 20.000 metros cuadrados por habitante, dos hectáreas. Para hacernos una idea, la extensión de tres campos de fútbol de tamaño oficial. En realidad esta cifra es muy engañosa. Los diez millones de kilómetros cuadrados del Sahara o los 14 millones de la Antártida tienen poca producción de alimentos (aunque el Sahara se ve ahora como un filón de energía solar). Si tenemos en cuenta los océanos (350 millones de kilómetros cuadrados) las hectáreas disponibles por habitante se multiplicarían, pero los océanos están prácticamente desiertos desde el punto de vista de la producción de alimentos, salvo algunas zonas como los mares costeros de Perú.

Quitando y restando zonas más o menos productivas, y teniendo en cuenta que no hablamos solo de la producción de alimentos, sino de terreno para absorber la contaminación que generamos, y para acopiar el agua que usamos, etc. el caso es que el terreno disponible está entre una y dos hectáreas, y que una huella de más de una hectárea no se puede generalizar a toda la humanidad sin meternos en serios apuros.

Desde luego nuestras una, dos, tres o más hectáreas no están delante de nuestros ojos, salvo en el caso de algunos afortunados completamente autosuficientes que viven literalmente de la tierra que pisan. Podemos visualizarlas como cientos de pequeñas parcelas repartidas por todo el mundo. Por ejemplo, los aficionados a la merluza congelada tienen una pequeña zona de pesca en las costas de Namibia. Los aficionados a la carne disponen de un terreno en Brasil dedicado al cultivo de la soja y otro más pequeño en Argentina. Los que disfrutan de agua caliente y calefacción de gas natural tienen una superficie reservada en Argelia y otra bastante menor en Noruega. Los que conducen un coche antiguo de los que todavía usan gasoil o gasolina tienen pequeñas parcelas repartidas por todo el mundo, las mayores en Arabia Saudí, Libia, Nigeria y México.

La verdad es que hay lejanas propiedades nuestras por todas partes. Algunas funcionan bien, fomentan la riqueza general y son sostenibles. Por ejemplo las dos o tres matas de café que tenemos en Costa Rica, un producto delicioso y en general bien pagado y cultivado. Otras son más discutibles, como los enclaves que tenemos en lejanas minas de metales raros, explotadas sin atender a ninguna consideración humana ni natural, de los que se extrae el coltán que forma parte de nuestros teléfonos móviles. O llenar el depósito de nuestro carro con petróleo extraído de un país en guerra como Libia. O (y esto nos afecta a todos los que consumimos electricidad) que la luz de la cocina proceda de una central nuclear alimentada con uranio procedente de Níger, el país con más baja renta del mundo, en yacimientos protegidos por el ejército francés. Los que disfruten de un coche eléctrico tal vez tengan una parcelilla de la reserva de litio más grande del mundo debajo del Salar de Uyuni, en Bolivia.

¿Qué podemos hacer? Aparte de no agobiarnos rastreando todas las infinitas conexiones de nuestro consumo con la injusticia y la insostenibilidad mundial. Pues comenzar a gestionar activamente nuestra parcela, que para eso es nuestra y la pagamos día a día. Podemos ampliar nuestras posesiones virtuales en terrenos sostenibles y de calidad, por ejemplo adquiriendo productos de comercio justo y de agricultura ecológica. También es posible quitarnos de encima de un plumazo un montón de parcelillas contaminantes si dejamos de consumir gasolina o gasóleo. Podemos incluso intentar hacer una especie de “concentración parcelaria” ecológica, adquiriendo productos (alimentos sobre todo) criados y cultivados lo más próximo posible de nuestro domicilio, lo que se llama comida de proximidad o de km 0. Se trata de reducir nuestra pisada ecológica aumentando al mismo tiempo nuestra calidad de vida, y la de los que nos rodean

¿Cómo empezar? Además de con un mapamundi y un rotulador, sencillamente prestando un poco de atención a lo que compramos y consumimos. Echando un ojo a la procedencia de los productos, a las condiciones de su fabricación, cultivo y transporte. Aunque la figura del “ciudadano ecológico consumidor consciente” es ridiculizada hasta la saciedad en las series de televisión, algo está cambiando: la generación Z (los juveniles) y en menor grado los mileniales, consideran insostenible y absurda la cultura de acumulación de los baby boomers y plantean vivir mejor en parcelas más reducidas.

Jesús Alonso Millán

Fotografía: Nicolas Prieto en Unsplash